Todavía recuerdo cuando iba a salir del túnel, el día que supe lo que significaba hacerlo, antes de un partido de fútbol. Fue un día de febrero del año 2005, del que no recuerdo el número. Durante todo el día había estado pensando en cómo sería mi estreno como porrista de Millonarios, después de que fuera aceptada entre un grupo de niñas de las que, puedo asegurar casi sin duda, yo era la única apasionada por el equipo azul de Bogotá.
Me levanté después de una noche en la que casi no pude dormir, porque me la pasé imaginando lo que sentiría al atravesar ese pasillo, de donde, muchas veces, salen en once almas los sueños y las ilusiones de miles de personas que sufren y viven por un equipo de fútbol. Esa noche, sólo pensaba en lo que sentiría en mi primera vez en la cancha –literalmente- del Estadio el Campin.
Desde muy pequeña, y todavía no entiendo por qué, supe que Millos y yo estábamos destinados a vivir juntos, y digo que no sé la razón, porque en mi familia el fútbol sólo entraba a la casa cuando aquella selección Colombia de antaño, la del ‘Pibe’, Higuita y Asprilla, jugaba un partido que por alguna razón, le interesaba a la mayoría de los habitantes del país.
Un día, descubrí que mi mejor amiga del colegio, Angiee Suárez, quién se declaraba hincha del azul, como yo, estaba involucrada en algo que no me gusta ni nombrar, el peor enemigo de mi relación con el azul, una cosa roja llamada Independiente Santa Fe, el otro equipo de mi ciudad natal, Bogotá. Ella, descaradamente, me había pedido que la acompañara a una actividad que debía cumplir a causa de una competición en la que estaría, según ella, en un pueblo cercano a la ciudad, del que no tengo presente ni el nombre. Cuando llegué, recuerdo que mi primera visión fue una pantaloneta roja y una camiseta que todos vestían, la cual, tenía incluido el escudo de mi peor enemigo: Santa Fe. Ella me había mentido y sin decirme nada, pertenecía desde hacía mucho tiempo atrás al grupo de porristas de ese equipo.
Le agradezco de todo corazón a ella por haberme hecho ir a su entrenamiento. Ese día comprendí que mi añoranza de más de media vida, se podía hacer realidad. Y ¿cómo no lo había pensado antes?, aquella era la mejor manera de estar, por fin, dentro del la institución que más me apasionaba.
Conseguí una audición después de correr a mi casa a buscar los datos del equipo, en medio de mi rabia por lo que sentía, había sido una traición. Tenía una cita para el sábado de la otra semana junto con unas 5 o 6 niñas más. Practiqué todas las tardes durante los 15 días que le restaban a mi prueba. Ya mis piernas se estiraban tanto que lograba ponerlas en sentido contrario y tocar el piso. Ya me sentía preparada para ingresar al que sería el maravilloso mundo del fútbol desde adentro.
Ese día llegué tarde pero me lucí. La entrenadora, Yineth, era un poco odiosa pero reconoció mi buen trabajo desde el principio. Hice unos cuantos movimientos que me pidió y afirmó que si era flexible, estaba adentro. Ahora mi trabajo de dos semanas daba sus frutos y yo, hacía parte del grupo de porristas del equipo que tanto me desvelaba, lo había logrado.
Debía asistir a 3 entrenamientos antes de salir al primer partido. Tendría que encajar con las demás niñas y trabajar bastante para ganarme el puesto definitivamente. Lo hice duro a pesar de que mis compañeras eran un poco fastidiosas con las que llegamos nuevas en ese entonces. Debía sacar fuerza para subir a una compañera en las pirámides, tendría que bailar con mucho entusiasmo y además gritar muy duro los cantos con los cuales animaríamos a los hinchas y a los jugadores en el transcurso del partido.
Los miércoles en la noche también debíamos asistir a entrenar y aprendernos el baile con el que nos presentaríamos en el descanso entre el primer y el segundo tiempo. Estaba muy largo y yo nerviosa, no me entraba ninguna de las indicaciones que daba Carolina Súa, la capitana del grupo. Si no me veían preparada, no podría salir al partido que sería el miércoles de la semana siguiente.
Practiqué en casa ya que, el sábado, sería el día definitivo en que se sabrían quienes de las nuevas niñas se estrenarían en el partido. No se si mi preocupación y mis nervios cesaron o aumentaron cuando escuché mi nombre en el grupo de las elegidas, lo único que sé, es que jamás me había sentido tan feliz en toda la vida. Mi sueño era ahora realidad y el miércoles estaría en un partido de Millonarios desde la cancha.
Llegó el día y después de esa larga noche me levante para ir al colegio. No pude estudiar ni concentrarme en las clases. Mi mente estaba siempre ocupada pensando en la noche, cuando llegara la hora de salir al partido. Sonó el timbre y en menos de 5 minutos ya me encontraba en la estación de TransMilenio, dispuesta a irme a casa y arreglarme para la gran noche de mi debut. Jamás me había aplicado tanto gel en toda mi vida, el pelo estaba tan duro y tan apretado, que si lo soltaba, quedaba en la misma forma que tenía cuando lo peiné.
Camino al estadio, mis nervios aumentaban de acuerdo a los metros recorridos y las mariposas en el estomago aparecían más que aquellas veces en las que tenía cita allí mismo, pero para observar, ahora la observada, sería yo.
Cuando llegué vi a todas mis compañeras apuradas, cambiándose y peinándose rápidamente antes del momento definitivo. Yineth, la entrenadora, nos ordenó formar en el camerino y practicar lo que habíamos hecho durante las pasadas 3 semanas, ensayamos las pirámides y la coreografía para que saliera perfecta. Todo estaba listo y la gran hora había llegado para mí.
Salimos a unas escaleras que están ubicadas justo en frente del camerino en el que se cambian los jugadores antes de salir. Ellos estaban entrenando en el corredor del lado, cantaban vallenatos y se reían a carcajadas a causa de un chiste que al parecer había contado uno de ellos. Yo cargaba una bandera y los pompones característicos de las porristas. Caminaba nerviosa por esas escaleras que después se hicieron asfalto en un túnel angosto y bajo, antes de llegar al inflable. Allí esperábamos a los once que saldrían a jugar.
Creo que fueron 5 minutos, que en mi mente parecieron 5 horas, los que transcurrieron antes de que aparecieran por fin, los uniformados que saltarían a la cancha con la responsabilidad de ganar el primer partido del campeonato frente al Chicó F.C. El momento había llegado, cada uno asomaba su cabeza antes de subir las escaleras que los llevaban a donde nos encontrábamos.
Con una oración, le pidieron a Dios que fueran a jugar bien y hablaron de los errores que no podían cometer durante el encuentro. Gritaron y se dieron abrazos de ánimo. En las tribunas la gente cantaba, se escuchaba en coro cuando decían ¡Sale Milloooos, oh oh oh ooooh!.
Los jugadores se emocionaron y el capitán, Gabriel Fernández, exigió no defraudar a los presentes. Con voz fuerte nos acosaron para salir. En ese momento los nervios se convirtieron en optimismo, las mariposas en el estomago aumentaron como si estuviera a punto de darme el primer beso con el chico que me gusta, la adrenalina se disparó. Una por una salieron de aquel túnel que tenía plasmada la bandera de Bogotá, todas mis compañeras. El turno llegó, con un paso largo estuve fuera y pisé por primera vez la cancha, fue allí cuando descubrí el significado de ese túnel que siempre había visto desde afuera, cuando descubrí lo lindo que se siente esperar, cuando la Marcha Nupcial por fin sonó y cuando me casé, después de vivir en unión libre con mi compañero de casi toda la vida, Millonarios. Fue en ese momento cuando comprendí lo hermoso de sentir la sensación más agradable que he experimentado, la sensación de salir a la cancha antes de un partido de fútbol.
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